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AL ENCUENTRO DE LA MODERNIDAD: LA NUEVA PINTURA CUENCANA

  • cecilia.suarez@ucuenca
  • 10 nov 2018
  • 16 Min. de lectura

Actualizado: 17 nov 2018

Cecilia Suárez Moreno


Una extraña mezcla de tristeza y orgullo, esa que anida en las pequeñas ciudades insomnes, anhelantes de modernidad, se evidenciaba en el tono de una crónica local publicada por el diario La Nación de Guayaquil, en 1957. El cronista se refería a la pintura cuencana de entonces y decía: “Ricardo León Argudo, Lauro Ordóñez y Marco A. Sánchez, por mérito de sus obras constitúyanse en los únicos exponentes de la pintura moderna en esa ciudad, conocidos dentro y fuera del país.”


Sin duda, Cuenca era una urbe de poetas más que de pintores: sin embargo, en 1957, con motivo del cuarto centenario de su fundación española, la Municipalidad organizaba un concurso que pretendía destacar la presencia de nuevos valores en la plástica local.


En esa misma década, otro diario nacional daba cuenta de los nombres más representativos de la plástica cuencana: “Alvarado, Ordóñez, Moreno Heredia, León, Sánchez, Moreno Serrano y Donoso”, y, paralelamente, anunciaba la presencia de un nuevo grupo en el que estaban algunos de los mencionados ya, al que bautizó como el de los pintores autodidactas: Ricardo León Argudo, Lauro Ordóñez, Marco A. Sánchez y Eudoro Ordóñez. Atento y sensible, el cronista, no dejó de mencionar la promesa que encarnaba la acuarelista Eudoxia Estrella, quien ya descollaba como buena dibujante y para entonces había expuesto acuarelas de tema indígena y formas tomadas de la cerámica autóctona.


El salón municipal tuvo poca repercusión; empero, la exposición de los autodidactas, visitada por centenares de personas, hizo exclamar a la prensa: “esta exposición ha servido para que podamos decir tenemos pintura, y una muy buena pintura.”


Con su habitual tono crítico y anunciador de lo moderno, lo nuevo, lo mejor, el periódico La Escoba, en noviembre de 1950, señala: “No es solamente en la Poesía donde florece un poderoso movimiento juvenil cuencano. Lo es también en las artes plásticas, en la pintura principalmente.” Dichas líneas se refieren explícitamente a León Argudo, Lauro Ordóñez, Marco Antonio Sánchez y Julio Montesinos Malo, de quienes dice: “Su producción tiene por nota común la infatigable búsqueda de nuevas formas de expresión plásticas.”


Estos antecedentes justifican la selección de nombres que analizaremos como los más representativos de este período del arte cuencano, más el de Luis Crespo Ordóñez que, por razones que veremos luego, integran el pelotón que abre la modernidad plástica en la ciudad.


Sin duda, este grupo de pintores inaugura una modernidad plena, una nueva pintura en Cuenca, ligada más con las corrientes estéticas de vanguardia que con el academicismo que se practicaba entre nosotros.


Esta modernidad podría ser definida por dos hechos sustanciales que pueden comprobarse en las líneas que siguen: en primer lugar, todos estos pintores expresan una actitud investigativa con los materiales, sus apasionadas búsquedas en los soportes y medios los ligan con lo mejor del espíritu de las vanguardias del siglo XX: el experimentalismo. Y, en segundo lugar, su vanguardismo se expresa y se realiza en su gran apego a lo popular o a lo nacional; su actitud vanguardista se pone al servicio de la exaltación de la identidad nacional, de modo que su arte es expresión rica de valores, símbolos, mitos, visiones y ritos ecuatorianos o americanos.


Lauro Ordóñez Espinoza (Cuenca, 1910-1988) fue discípulo colegial del maestro Abraham Sarmiento Rodríguez, y pese a sus tempranas inclinaciones por el arte, optó por una carrera de leyes; de modo que, sus conocimientos artísticos fueron autodidactos y, nutridos por su inquietud personal, poseyeron esa vastedad propia de los espíritus humanistas anhelantes de universalismo y justicia.


La vida de Ordóñez se distribuyó entre la cátedra secundaria y universitaria y el brillante ejercicio profesional en los territorios del derecho: fue profesor de dibujo geométrico en el Colegio Benigno Malo y director de la Academia de Bellas Artes de su ciudad por dos ocasiones. Ejerció la abogacía y fue tratadista de derecho, economía política y dibujo, y miembro de la Casa de la Cultura Ecuatoriana.


Con grandes elogios e importantes anfitriones, principalmente los espacios de la Casa de la Cultura, Ordóñez fue un sistemático expositor de su obra tanto en Cuenca como en Quito y Guayaquil (donde expone por primera vez fuera de su ciudad natal, en 1951).

Lauro Ordóñez trabajó en una época en que casi no existían galerías de arte y la venta de las obras era poco menos que imposible. Amén de que la Cuenca de entonces era una pequeña ciudad que carecía de proveedores de materiales para ejecutar las obras y era menester viajar a la capital para traerlos.


Si bien, su primera exposición en Cuenca se realizó en una casa a medio construir, ya en 1958 lo hacía con buena crítica en el Aula Benjamín Carrión de la Matriz de la Casa de la Cultura, exhibiendo monocopias como: La niña de la flor, La niña del jilguero, Beatas, Santas mujeres, Madre (quizás el mejor logrado de dicha exposición, o el más elogiado por la crónica de entonces); y las acuarelas Mar Bravo, Casas del barranco, Mercado y Caserío.

El pintor José Enrique Guerrero decía entonces de Lauro Ordóñez: “admiro la gran expresión de colorido, la naturalidad y espontaneidad de este artista... que traduce un realismo duro, desolador e irónico”.


Los caminos de las monocopias (impresiones únicas de una placa preparada en vidrio) y las acuarelas definen la producción más importante de Ordóñez. La primera de estas técnicas se atribuye a su descubrimiento o introducción en el arte nacional. Por su laboriosidad casi artesanal aparejada al dominio del oficio, generó las condiciones para una actitud investigativa ante los materiales plásticos y su conexión con similares gestos de las vanguardias estéticas. La monocopia consigue texturas semejantes a las que produce la espátula sobre los soportes, y deja una lisura que se asemeja a la de una estampa.


En los terrenos de la acuarela, que es donde vemos su obra más lograda, Ordóñez exhibe gran maestría en el manejo del color y el material, nitidez en los dibujos y limpieza en los efectos conseguidos, sin veladuras ni esfumados. La línea es suave y los temas se refieren tanto al paisaje local como nacional y a los personajes desvalidos de nuestro pueblo.


En 1985, el mismo artista confesó sus inclinaciones temperamentales por el expresionismo, aunque declaró también que jamás se había abanderado explícitamente por ninguna tendencia antigua ni moderna de la pintura.


Jorge Dávila Vázquez ha dicho que Lauro Ordóñez “no es precisamente un realista, es más bien un admirador del impresionismo y de todo lo que vino luego en la gran pintura, que él conoce a fondo.”


En efecto, su obra exhibe orgullosa singulares rasgos de anti academicismo, horror a la ortodoxia y los purismos, y se solaza en los campos de la libertad creativa, el dominio de la técnica y expresión de su afinada sensibilidad.


Si bien, la composición de la mayoría de ceras, técnica que también usó Ordóñez, monocopias y acuarelas nos remiten a cánones clásicos; en cambio, el dibujo y el color nos colocan ante una novedosa actitud que busca poner la técnica al servicio del paisaje y el habitante de nuestra región. Ordóñez está pendiente siempre de los seres humanos más representativos de su pueblo, indios, cholos, beatas, niños desvalidos, madres

dolientes: sus valores, costumbres y creencias, para destacar lo que fue largamente olvidado por la cultura elitista.


Y, por supuesto, la obra de Ordóñez muestra su profundo y fiel amor al paisaje local, largamente soslayado por los temas religiosos, de modo que era preciso continuar la línea de su bautizo y exaltación, iniciada entre nosotros por Honorato Vázquez y Manuel Moreno Serrano.


Desde 1931 hasta que se radica definitivamente en Ecuador en 1949, Ricardo León Argudo (Cuenca, 1914-1996) fue un incansable viajero, buscador de nuevas experiencias que su ciudad natal no podía ofrecer a su espíritu inquieto. A los 17 años ya lo encontramos en Chile, estudiando en el Liceo Municipal de Valparaíso y trabajando en imprenta, grabado y litografía. Comparada con la de los pintores coterráneos, la vida de León tiene mucho mundo, pues viaja o expone en Brasil, Chile, Perú, Venezuela, Estados Unidos, Francia, Alemania, como pocos cuencanos tuvieron la oportunidad de hacerlo, desde una ciudad en extremo incomunicada con el mundo exterior.


En una de sus estancias en Brasil, León trabó amistad con el pintor Cándido Portinari y mantuvo trato cercano con Oscar Niemayer, el arquitecto de Brasilia; en otra, exhibió en la Sala de Exposiciones del Ministerio de Educación (Río de Janeiro, 1949); y, en una distinta, con los auspicios de la Organización de Estados Americanos, la UNESCO y el Centro Interamericano de Artesanías y Artes Populares, junto a cuatro artistas más, representó al Ecuador en el Primer Festival del Arte y la Cultura Popular, en Brasilia (1987).


Junto a 75 pintores indoamericanos, expuso en Perú (Galería Borkas, Lima, 1986), en una colectiva Raíces Andinas en el Arte Contemporáneo, muestra itinerante que luego visitó Nueva York, París y Caracas.


Alemania también lo acogió, primero en 1980, en el Museo del Pueblo en Hamburgo, y luego en 1992 con su obra La unificación de Alemania, que despertó gran interés, al punto de que un crítico de arte de ese país trabaja actualmente un libro sobre la vida y obra de León Argudo.


Premiada nacional e internacionalmente, la obra de León se enorgullece de una Mención de Honor en el Salón Mariano Aguilera (Quito, 1937); del Primer Premio en el Concurso Nacional de Afiches (1945); con Feria (óleo sobre lienzo), obtuvo el Primer Premio en el Primer Salón de Pintura 12 de Abril, organizado por la Casa de la Cultura (Cuenca, 1963); el Primer Premio en el XIV Salón de Pintura de la Asociación de Artistas de Chile (Valparaíso, 1982); y, finalmente, la Ilustre Municipalidad de Cuenca le concede la presea Fray Vicente Solano (1983), destinada a destacar a los mayores valores de la cultura y el arte de la ciudad.


Sin duda, la obra de León Argudo se definiría por su gran pasión por lo popular, la dimensión indígena y campesina de nuestra cultura, sus costumbres y las fiestas populares. Usando predominantemente la técnica del óleo sobre lienzo, el arte de León se asemeja a “un vitral multicolor, hecho de pequeñas piezas, de cuadrados, de líneas... (De modo que) parecen los vitrales de las grandes catedrales o palacios medievales”.


En la obra de León es posible advertir resonancias del cubismo en la construcción de la perspectiva tanto como en la geometrización de las figuras. El uso de colores vivos, azules, rojos y amarillos, genera una gran vibración cromática, movimiento y resplandor en el cuadro. Luis Toro Moreno dijo: “su pintura es un conjunto eurítmico de líneas y colores que... expresan el movimiento y la riqueza de la paleta, {y} evocan... alegría, perfumes, música, amor a la vida”.

La V Bienal Internacional de Pintura de Cuenca, rindió homenaje a la memoria de León Argudo, incorporando su obra a la muestra-homenaje a los artistas ecuatorianos fallecidos y señalando que “su pintura, fragmentada en segmentos cromáticos, fue apreciada por Cándido Portinari, y el mismo León la sentía relacionada con la imagen incaica...”.


La influencia de Portinari y de los muralistas mexicanos reverbera en la obra de León Argudo, empero el cuencano supo procesarla con creatividad, mirando su mundo, nuestro mundo, para contribuir a la revalorización de la cultura popular; él fue de los primeros entre nosotros en bucear profundo para descubrir la riqueza de las fiestas populares y sus devociones, los mayorales, las peleas de los gallos, las plazas y mercados, que guardan los tipos y escenas que hoy los procesos de la globalización tienden a borrar.


Sin duda su pintura revolucionó su recoleta ciudad natal y, al hacerlo, construyó testimonio indeleble al dignificar para el arte escenas que nunca antes se trataron con igual actitud estética. León dejó escuela, pues destacados pintores cuencanos, entre los que debemos destacar a Chalco y Tarqui, se nutrieron de su actitud ante el mundo popular.


Marco Antonio Sánchez es el menor de los dos pintores analizados anteriormente, pero integra con ellos el llamado grupo de artistas autodidactas. Caricaturista, ilustrador de libros, revistas y periódicos, Sánchez marca toda una época en los nacientes programas editoriales de la Casa de la Cultura, en el semanario El Grito y en la famosa publicación La Escoba.


Ya en la década de los cincuenta, Sánchez fue un consagrado autor de viñetas e ilustraciones poseedoras de gran profundidad psicológica, aunque también trabaja en la plumilla y la acuarela.

Su obra de caballete pudo admirarse en una exposición colectiva realizada con León y Ordóñez en abril de 1957, cuando Sánchez exhibió plumillas de lograda composición y alta calidad en el dibujo: Comentarios, La Quipa, Paisaje, Potros, Arquitectura de Cuenca, Conversación, Vacas; lo demás de su obra está en todo libro, periódico o revista que se publicó en la Cuenca de esos años donde fue colaborador imprescindible.







Luis Crespo Ordóñez, (Cuenca, 1904) realizó sus primeros estudios artísticos en la Academia de Bellas Artes Remigio Crespo Toral de su ciudad natal (1926-1930), bajo la dirección de Abraham Sarmiento y Honorato Vázquez. Su evidente talento le permitió conquistar una beca de la Municipalidad cuencana para estudiar en la Escuela de Bellas Artes de Quito, con la conducción del maestro italiano Luigi Cassadio.


Al finalizar sus estudios obtuvo un tercer premio en el Salón Mariano Aguilera y una beca del gobierno ecuatoriano para estudiar en Europa. Viajó por Holanda y Bélgica y estudió en París en la Ecole de Beaux Arts y en La Grande Chaumiére (1930-1932). Luego, se trasladó a la Academia San Fernando de Madrid (1932-1936), espacios donde Crespo Ordóñez aprendió las virtuosidades del arte clásico.


Desde entonces su obra se ha desarrollado fuera del país, pero no por ello, especialmente en su etapa madura, ha dejado de expresar con gran riqueza la raíz americana. Increíblemente joven, pero con una carrera meteórica y exitosa, en 1933, envió tres obras al Salón de Otoño en Madrid, que fueron colocadas en la Sala de Honor y recibieron comentarios muy positivos “de la exigente prensa castellana y catalana.

En 1934 participó con tres cuadros en el Salón Mariano Aguilera y obtuvo el Segundo Premio. Por petición de artistas y críticos europeos, el gobierno español decidió prolongar su beca para que continúe sus estudios artísticos en ese país.


Regresó brevemente a Ecuador en 1937 y enseñó por el lapso de dos años en la Escuela de Bellas Artes de Quito. En 1938, su consagración nacional es evidente con el Primer Premio en el Salón Mariano Aguilera.


Volvió a salir de su país en 1939 y residió en los Estados Unidos hasta 1971, estudiando y trabajando en Nueva York, Chicago, Filadelfia y Boston. Estableció un taller en Washington, donde trabajó intensa y magistralmente en el retrato clásico y naturalista que le dio fama y prestigio internacional, pues recibía encargos de organismos oficiales y de destacados personajes de la política, la diplomacia y la economía. De esta etapa es ejemplar el retrato de José de Austria (1928, aprox.) con resonancias renacentistas y purísimo manejo de la técnica.


Hemos de destacar también los retratos del Secretario de Estado de los Estados Unidos, Christian Herter; del Secretario General de la OEA, Alberto Lleras Camargo, (que lo realiza por concurso de oposición); del Embajador peruano, Fernando Berkemeyer (obra que ahora es propiedad de un museo de Lima), entre decenas de personajes de la época retratados por su magistral pincel.


La fama y la consagración no fueron obstáculo para que, entre 1948 y 1952, se produjera en Crespo Ordóñez una profunda revolución en su actitud estética que le incluye entre los buscadores de la modernidad pictórica, razón por la que hemos incluido su nombre entre los integrantes del grupo aquí analizado.


La retrospectiva de Matisse (1948, Philadelfia Museum of Art) y su exposición (1952, Museo de Arte Moderno de Nueva York); los contactos de Crespo con el Workshop Center of the Arts de Washignton D.C. y con el Washington School of Color Painters, produjeron en el artista un verdadero parte aguas en su producción, un antes y un después, que la crítica ha sabido dejar bien establecidos. En efecto, a mediados de los cincuenta, Crespo transforma su lenguaje, deja atrás la figuración tradicional y penetra en los lenguajes de la vanguardia.


Esa separación voluntaria de la figuración y las exploraciones deliberadas en la abstracción quedan evidenciadas en obras claves como Magenta, azul y plata (óleo sobre tela, 1962, 121 x 121 cm.) y Mexican Twilight; la búsqueda del color, liberado por fin de los rigores del academicismo, la recreación de los modos de representar el paisaje y el mundo animal, se evidencian en Mariposa Veragua y en su serie de vitrales.


Compartiendo inquietudes con Morris Lois, Moland, Gene Davis, entre otros, Crespo vivió el ambiente del Washington School of Color Painters, que contribuiría a crear en él una actitud de vanguardia, apasionada por el respeto a los ritmos del cosmos y marcada por la alegría de vivir, que se evidencian en su pintura. El propio artista declaró que el viejo pintor que llevaba dentro fue enterrado por él mismo en 1954.

La década de los sesenta, en la obra de Crespo, se inició con una exposición individual en la Universidad George Washington, de Washington D.C., exhibición que recibió críticas alentadoras de Florence S. Berryman, en el The Sunday Star, y de Leslie Judd Portner, en el Washington Post.

A partir de aquí, un verdadero frenesí de exitosas exposiciones internacionales se sucede en la vida de Crespo Ordóñez quien, negándose a vender lo mejor de su producción, fabricaba pacientemente un fondo para la iniciación de un Museo de Arte Moderno en su ciudad natal, Cuenca, anhelo que, pese a muchas dificultades, se haría realidad en 1981, con el patrocinio de la Municipalidad.


Si hemos de intentar una periodización de la obra de Crespo, facturada casi toda con la técnica del óleo sobre tela, hemos de retomar las reflexiones que hiciera en 19~9 el crítico Raúl Chavarri, quien sostiene que luego del retrato clásico se suceden ricos momentos que podrían ser sintetizados así:


a) un período completamente abstracto, a partir de los años cincuenta;

b) un período abstracto floral, en los años sesenta, que acompaña el anti belicismo de los jóvenes universitarios opuestos a la guerra de Vietnam;

c) el período de los vitrales, a finales de los sesenta y comienzos de los setenta. Estos tres momentos son todos norteamericanos.

d) la etapa de los orgánicos, iniciada en 1978, cuando Crespo vuelve otra vez a Madrid; y

e) la serie de las “fuerzas encontradas”, a finales de los años setenta, empresa artística que busca nuevas posibilidades de la marina en la pintura contemporánea.


Si en la primera etapa de su obra, Crespo asimila y asume las mejores influencias académicas y naturalistas, la segunda gran etapa está indeleblemente marcada por su encuentro con Matisse, que despierta en él su calidad de “hijo del sol” andino para redescubrir el color y la luz. El color en fuertes y vivos contrastes dinamiza el espacio y se funde en un rico dibujo libre. Heredero creativo de esa fecunda línea que se inicia con Gauguin, continúa con Van Gogh y culmina en Matisse, Crespo Ordóñez es nombre de obligada referencia en la búsqueda de la modernidad en nuestro arte.


Toda la obra definitiva y madura de Crespo se nutre de los símbolos de la cultura americana y ecuatoriana. Su enraizamiento en esta veta es tan evidente que resulta inconfundible su identidad. Son ejemplares en esta dirección: Diálogo de primavera en los Andes (1966, óleo sobre tela, 117 x 88 cm), La línea del Ecuador, (1966, óleo sobre tela, 162 x 97 cm), Ecuador (1967, óleo sobre tela, 183 x 122 cm), Interior morlaco, (1969, óleo sobre tela, 100 x 73 cm), entre otros.





Eudoxia Estrella (Cuenca, 1925) ingresó a la Academia de Bellas Artes a los catorce años y, cuando debía graduarse luego de cuatro años de estudio, se negó a hacerlo para optar por otra estancia de similar duración, pues no entendía su vida fuera del ambiente pictórico.


Durante siete años seguidos obtuvo el primer premio de su clase, hecho que avaló su permanente iconoclastia, su carácter cuestionador y su rebeldía contra el academicismo entonces reinante.

Estrella fue alumna de pintores paisajistas románticos, como Manuel Moreno Serrano, del insigne retratista Toro Moreno, de Emilio Lozano que impulsaba su rebeldía en beneficio de los indispensables cambios que demandaba la Academia.


Luego de su graduación en Bellas Artes, hizo cubismo, semiabstraccionismo, surrealismo, incluso naif, y ningún lenguaje le satisfacía hasta que, según su propia confesión, “me asenté en 1955, con la llegada de Guillermo Larrazábal, en quien encontré el compañero y el amigo con quien hablar de arte”.


Sin duda Larrazábal, pintor y vitralista vasco, fue el impulsor y guía de su obra; con él aprendió técnicas pictóricas, crítica de arte, el valor de la naturaleza y sus pequeñas cosas, la importancia del color y la luz.


La desinformación que padecía Cuenca en materia de arte era profunda; poco se conocía del mundo plástico internacional, pero Eudoxia Estrella se dio modos de quebrar esas limitaciones: fue la única mujer aceptada por el grupo de Los Lobos, donde se conversaba sobre Gide, Sartre, Camus y las vanguardias artísticas.


Sin muchas reglas para su vida y su obra, nunca se ligó a una escuela determinada, desarrolló con pasión lo que ella misma ha denominado un “casualismo dirigido”, para trabajar óleos y acuarelas que ahora suman miles. Antes de los 70 jamás vendió su obra, pero a partir de entonces, ésta fue demandada por colecciones privadas nacionales y extranjeras.


Su actitud vanguardista se evidencia en el constante experimentalismo con los soportes y los materiales. Eudoxia Estrella ha investigado siempre, buscando nuevos efectos y posibilidades hasta lograr la pureza de la acuarela, que es el desafío cimero de esta técnica desde que William Turner, en el siglo XVIII, concluyó que la acuarela persigue con denuedo la transparencia cristalina y magistral.


Siempre ensayando nuevas técnicas, la obra de Eudoxia confirma el espíritu definitorio de esta generación de pintores cuencanos: apasionados por una práctica renovadora, experimental, que los conecta con las actitudes estéticas de las vanguardias artísticas del siglo XX. Del mismo modo, su “casualismo dirigido” la identifica con la cerebralidad del mismo espíritu estético de vanguardia, donde el sujeto controla y maneja procesos de creación desde su posición de demiurgo.


La primera exposición de Estrella se celebró en la Matriz de la Casa de la Cultura. Eduardo Kingman era uno de los tres curadores que daba acceso a los jóvenes artistas a exponer en tan prestigioso espacio; entonces, presentó figuras de niños indígenas y obtuvo un premio con su óleo La Madre (1957). De esta misma década fue su obra titulada La Ola (1955), óleo semiabstracto. Luego vendrá su Stella Matutina (1965), óleo que ahora pertenece a una colección particular.


De 1965 es otro óleo, Madre, que pinta la escena dominical típica de la ternura popular materna que libera la cabecita infantil de las acechanzas de los piojos.


En 1967, con La Planchadora (col. part. de Juan Tama) cerró sus incursiones en el óleo y abre una etapa de experimentalismo que la consagrará en el manejo de la acuarela.

Amante de las cosas humildes y pequeñas, Eudoxia Estrella es la pintora de lo cotidiano que, para muchos, pasa desapercibido; siempre ha sentido especial afecto por los seres más desvalidos y gran pasión por la indispensable instauración de la justicia, situaciones que su pintura revela con ternura, ingenuidad y nitidez. Con figuración sencilla, simple, sus temas preferidos son los rostros de los niños, las flores, los árboles, los peces, las aves que, inicialmente, nos remitían a un espacio local pero que, con la madurez del oficio y la cosmovisión, se han tornado símbolos universales y poéticos de la condición humana. La importancia de la luz y el color, la ingravidez de las figuras que parecen diluirse en una atmósfera creada especialmente para ellas, y los formatos pequeños, a lo sumo medianos, definen la obra de Estrella. Los colores sobrios, casi adustos, no hablan de eclosiones, sino más bien de ternura, melancolía y delicadeza.


Incesante expositora en decenas de muestras individuales y colectivas, tanto en su ciudad natal como fuera de ella, organizadas por galerías, instituciones públicas, seminarios y eventos, subastas benéficas, Estrella ha sido condecorada por la Casa de la Cultura Ecuatoriana con el Premio al Mérito Cultural (1994) y por el Ministerio de Educación (1995), pues también ha sido incansable promotora de grandes empresas culturales como el Museo Municipal de Arte Moderno, del que es Directora fundadora desde 1980; la Bienal Internacional de Pintura de Cuenca, Presidenta de cuyo Comité Organizador fue en su primera y cuarta ediciones (1985 y 1993); y el Salón Nacional de Escultura (1996), por ella organizado.


Eudoxia Estrella inició así mismo los talleres infantiles para la expresión artística de los niños campesinos y trabajadores prematuros, a comienzos de los años setenta, cuando esta actividad aún no se visualizaba en nuestro medio.


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